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Refieren Tritemio, Canisio y otros autores, que en Magdeburgo, ciudad de Sajonia, vivía un hombre llamado Udón. En el estudio manifestaba tan poco talento que siendo joven era la burla y sarcasmo de todos sus condiscípulos. Angustiado, cierto día fue a arrojarse a los pies de una imagen de María, implorando su valimiento. Apareciósele la Virgen durante el sueño y le dijo: “Udón, vengo a consolarte, no solamente te alcanzaré de Dios el talento para librarte de los escarnios de tus compañeros, sino también un talento tan extraordinario, que seas la admiración de los que te conozcan, y te prometo que, una vez muerto el Obispo de su ciudad, tú serás elegido en su lugar. La predicción de la Virgen se cumplió en todas sus partes. Progresó en los estudios de una manera admirable, y, andando el tiempo, ocupó la silla de Magdeburgo.

Más Udón respondió a los beneficios de Dios y su bienhechora María con olvidos e ingratitudes; abandonó la vida piadosa hasta el punto de ser el escándalo de toda la ciudad. Durmiendo una noche con su sacrílega compañera, oyó una voz que le dijo: “Udón, Udón, basta ya de ofensas, harto has ultrajado a Dios”. Airado se volvió Udón al principio contra el que así le increpaba, pues se figuraba que la voz que oía era voz de hombre. Pero al oír el mismo amargo reproche en las dos noches sucesivas, se puso a temblar temiendo que fuese algún aviso del Cielo. Acallados los remordimientos siguió llevando su vida escandalosa. Así transcurrió los tres meses que Dios le dio de tregua para ver si volvía a mejor vida, al cabo de los cuales vino sobre el un gran castigo.

Oraba una noche en la Iglesia de San Mauricio un devoto canónigo, llamado Federico, pidiendo al Señor que remediara los escándalos que daba el Prelado. De repente un impetuoso vendaval abre de par en par las puertas del templo y entran en ellas dos jóvenes con antorchas encendidas, y se colocan a uno y otro lado del altar mayor. Luego entraron otros dos que extendieron en el presbiterio una alfombra, sobre la cual pusieron dos sillones recamados de oro.

Después llegó un joven vestido de uniforme militar, con espada desenvainada en la mano, el cual, parándose en medio del templo exclamó: “Oh, Santos del Cielo, cuyas reliquias descansan en esta Iglesia, vengan a presenciar la solemne ejecución que va a hacer el soberano Juez”. A esta voz comparecieron como asesores muchos santos con los doce Apóstoles. Finalmente entró Jesucristo, que se sentó en uno de los dos sillones de oro. Apareció también la Virgen María, acompañada de muchas vírgenes, y se fue a sentar en la otra silla, a la derecha de su Hijo. Al mandar el Juez que compareciese el reo, se presentó el desventurado Udón. Tomó la palabra San Mauricio, y en nombre de todo el pueblo, escandalizado por la infame conducta del Prelado, pidió que fuese ajusticiado. Toda aquella augusta asamblea, levantando la voz exclamó: “Señor, merece la muerte”. “Que muera”, repuso el eterno Juez. 

Admiremos aquí la bondad de María, pues antes de que se ejecutase la sentencia, para no asistir a aquel ejemplarísimo acto de justicia, salió de la iglesia. Entonces, el celestial ministro que había entrado con la espada desenvainada, se acercó a Udón, y de un tajo le separó la cabeza del tronco; con esto desapareció la visión. El templo quedó envuelto en tinieblas.

El canónigo, yerto de espanto, fue a encender una luz en la lámpara que ardía en la cripta de la iglesia, y al volver vio decapitado el cuerpo de Udón, y el pavimento bañado en sangre. A la mañana siguiente se agolpó el pueblo en la iglesia, y el canónigo, en presencia de la asombrada muchedumbre, refirió la visión y el desenlace de la horrible tragedia. En aquel mismo día el desventurado Udón se apareció a uno de sus capellanes que ignoraba lo ocurrido en la iglesia y le dijo que se había condenado.
Catedral de Magdeburgo

El cadáver fue arrojado a una laguna, y la sangre se conservó en el pavimento para perpetua memoria de lo ocurrido. Ordinariamente está el lugar cubierto con una alfombra, y se ha introducido la costumbre de levantarla cuando un nuevo prelado toma posesión de la sede de Magdeburgo, a fin de que al recordar tan ejemplar castigo piense en ordenar su vida y en no responder con ingratitudes a los beneficios recibidos del Señor y de su Santísima Madre.
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Tomado del libro: Las Glorias de María de San Alfonso María de Ligorio.
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